cautivadoras. La decoración era delicada, con paneles de madera tallada que mostraban escenas etéreas de paisajes tranquilos, y las paredes estaban cubiertas de cortinas
y habilidad en las artes eran incomparables. Algunas cantaban canciones suaves que envolvían el ambiente, mientras otras eran maestras en los juegos de mesa, donde la estrategia y el intelecto se mezclaban con la diversión. Las mejores oradoras del lugar lograban atrapar a
o diosas de un antiguo reino. Los vestidos que llevaban, de telas finas y colores ricos, abrazaban sus cuerpos con tal delicadeza que dejaban entrever las formas de manera sutil y elegante, sin ser jamás vulgares. Las mang
spasar los límites de la decencia. Para quienes deseaban más que solo entretenimiento, el precio era alto, pero en ese entorno refinado, lo que se vendía no era el cuerpo, sino el arte del del
psula del deseo reprimido, donde el lujo y la
a en misterio y poder silencioso. Su andar no era apresurado ni tímido, sino pausado, firme, como si el salón entero le perteneciera aunque acabara de llegar. Su cabello, negro como la tinta fresca, caía en una casca
tan expresivos y serenos como peligrosos. Los hombres que se sentaban frente a ella no tardaban en caer derrotados, no solo en el tablero, sino en el orgu
las venas saltadas, y unos ojos que habían visto más muerte que belleza. No era un hombre que perdiera el tiempo en distracciones. Había venido con su grupo para una tar
envuelto en terciop
uaves pero firmes, movían las piezas de ajedrez como si fuera una danza silenciosa. Él notó los pequeños detalles: la forma en que sus ojos se estrechaban cuando alguien hacía una jugad
mbres que estaba con él, notando que
jar de mirar-. Pero q
alarma interna que le decía que esa mujer no estaba ahí por simple entretenimiento. Había algo más.
o, ambos sabían que estaban midiendo fu
como alguien que observa por curiosidad, sino como quien lanza una sonda al alma del otro. Sus ojos, oscuros y profundos, brillaban con una chispa
una mirada: firme, sereno, imperturbable. Ella no sonrió, pero tampoco se desvió de inmediato. Hubo una tensión
i nada, ella de
ros con ligereza, indiferente. Y es
o? -murmuró más para
era el esfuerzo. Lo que ella había hecho no era rechazo... era algo peor: desinterés. Y eso lo mordió en el orgullo. Ahora no solo
o entonces lo vio: el informante. Entró por la puerta lateral, vestido como un comerciante cualq
o si lo hubiera estado esper
as ella como una ola en retirada. No volvió a mirar atrás. Ni siquiera a él. Salió por la misma puerta por la que había entrado,
ormante empezó, pero su me
e habí
algo de él que él ni siqu