ha, sintiendo cómo el calor penetraba mi cuerpo. Mi piel, que hacía mucho había olvidado la sensación de agua caliente, casi se quemaba por ese contacto. Cerré los ojos e i
an a la realidad. Natasha, esperando pacientemente a que me arreglara un poco, me llevó de vuelta a la habitación. No había en ella
dome bajo la atenta mirada de Lázarev. Sentí cómo sus ojos me observaban, pero no había nada impropio en su mirada.
mi piel y la toalla apenas se sostenía en su lugar. La habitación s
iosidad, mi cuerpo. Se detenía en cada imperfección, en cada cicatriz, como si intentara juntar todas las piezas del rompecabezas que había estado ocultando durante tanto tiemp
se deslizaban por mis muñecas, deteniéndose en las cicatrices profundas, dejadas no solo por el dolor físico,
a baja, casi contenida, pero había una clara nota de p
ezara a envolverme desde dentro. Mi cuerpo temblaba, un escalofrío me recorría hasta los huesos, y mis pensamientos se desmoronaban en un caos incontrolable. Todas esas cicatrices... Eran mías
peraba-. No te atrevas a tocarlas. Son mías... Mis recuerdos, y
s ojos, pero no les permití salir. Esas cicatrices eran mi historia, mis experiencias. Había
r. En sus movimientos, en su mirada, había algo que me recordó a ellos, aquellos que alguna vez habían destruido mi vida. Ese terror, esas manos que se extendían hacia mí como si quisieran arrancar los últimos restos de m
pero mis piernas se negaron a sostenerme. Caí sobre la alfombra suave, y aquello se convirtió en mi último refugio ante la amenaza inminente. Mi cabeza golpeó el suelo, pero ni siquiera sentí el dolor. Todo a mi alrededo
gotas heladas que corroían el alma. Me ahogaba en ellas
a de una niña asustada-. No lo volveré a hacer
dose con el presente. Mi abuela... Por alguna razón, la recordé en ese momento. Recordé cómo me cubría con una manta cuando era muy pequeña. Cómo soñaba entonces que algún día todo cambiaría, que cre
nuevamente de mis labios. Parecía que había perdi
ba descontento. Cerré los ojos, esperando el golpe, preparándome para el dolor que inevitablemente vendría. Ahora sus manos me agarrarían por los hombros o por el cabello, me presionarían contra el
rme. La voz de Lázarev sonaba apagada, pero no podía distinguir sus palabras entre mis sollozos. Algo cálido y suave recorrió mi cuerpo,
lo sentí cómo mi cuerpo empezaba a volverse pesado, agotado. Era como si alguien presionara suaveme
una manta, ajustándola a los lados con tanto cuidado como lo hacía mi abuela cuando era pequeña. Eso me provocó una sensa