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Atrapada en un matrimonio opresivo, María sueña con escapar, pero el miedo la paraliza. Cuando una nota misteriosa y una inesperada ayuda le ofrecen una salida, su vida da un giro inesperado. Sin embargo, la libertad tiene un precio y su pasado no la dejará ir tan fácilmente.
El reloj de la pared marcaba las seis de la tarde. Afuera, la lluvia golpeaba suavemente contra las ventanas de la lujosa casa en la que María vivía. Vivir. Una palabra tan grande para lo que realmente hacía. Existía. Respiraba. Pero no vivía, hacía muchos años que no vivía.
-Voy a salir de viaje esta noche. No me esperes despierta -anunció su esposo, Jean-Pierre, sin mirarla. Se ajustó las mancuernillas de su lujoso traje y se miró en el espejo levantando una ceja con orgullo, como si fuera un rey con el mundo entero a sus pies.
María asintió en silencio. Era ese su deber: asentir, sonreír y callar; "como una buena esposa". Así había sido desde el día en que se casaron.
Jean-Pierre dejó su copa de vino sobre la mesa de mármol y se acercó a ella con un gesto calculado. Le levantó el mentón con un solo dedo y la obligó a mirarlo a los ojos.
-No hagas estupideces en mi ausencia. Sabes que siempre lo descubro. -Su voz era fría y áspera, un recordatorio de su poder sobre ella.
María tragó saliva y por un instante, su miedo se convirtió en rabia. En sus ojos se encendió una chispa, diminuta y frágil; pero con el poder suficiente para que su cuerpo se tensara.
-¿Cuánto tiempo estarás fuera? -preguntó con un hilo de voz.
Jean-Pierre entrecerró los ojos, sorprendido por su atrevimiento. Dejó escapar una risa corta, burlona que retumbó en las paredes de la habitación.
- !Qué lengua tan atrevida! ¿Desde cuándo crees que tienes derecho a preguntar? -dijo con desprecio-. María, querida, pareces olvidar tu lugar.
-No, no es eso... -intentó justificarse, pero él levantó una mano, silenciándola.
-Eres mi esposa, mía, parte de mi propiedad. Yo te mantengo, te doy todo, yo decido lo que es mejor para ti. Soy tu amo y señor, quien te protege y te castiga, por tu propio bien. Hoy no tengo mucha paciencia -se inclinó, susurrando en su oído-. Y créeme, no querrás probarme.
María sintió un escalofrío que recorrió su espina. Conocía bien ese tono, la frialdad de su mirada. Bajó la vista al suelo, conteniendo el llanto y acariciando los moretones en sus brazos. Sus manos temblaban, pero las ocultó entre las telas de su vestido.
Jean-Pierre suspiró, como si hablara con una niña que no entendía la lección.
-No te conviene desafiarme. ¿Qué harías sin mí? No tienes dinero, ni amigos, ni familia. Todos los que alguna vez te conocieron se han olvidado de ti. ! Por Dios, ni siquiera hablas bien el idioma! -Se enderezó y la miró de arriba abajo con superioridad-. ¿De verdad crees que podrías sobrevivir sin mí?
El silencio de María fue su respuesta. Jean-Pierre sonrió con satisfacción. Sabía que la tenía atrapada y disfrutaba regodeándose en su poder.
-Eso pensé. Ahora sé una buena esposa y no cuestiones lo que no te corresponde -añadió antes de girarse hacia la puerta.
María no dijo palara alguna. Lo vio marcharse, sus pasos resonaban como latidos de un corazón opresor. Cuando la puerta se cerró tras él, dejó escapar un suspiro tembloroso.
El sonido de la cerradura le cortó la respiración, activó algo dentro de ella. Una certeza dolorosa: si no hacía algo, pasaría el resto de su vida encerrada en aquella jaula dorada, donde ella no era más que otro cuadro en la pared; un adorno y nada más.
Entonces lo notó. Un sobre blanco descansaba sobre la mesa, parcialmente escondido debajo de un libro. Estaba segura de que no estaba allí antes y le pareció extraño. Lo tomó con manos temblorosas, en el dorso, con letra cursiva decía su nombre. Lo abrió y encontró una nota :
"No estás sola. Hay una salida."
María sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Miró a su alrededor con paranoia. ¿Quién había dejado eso ahí? ¿Jean-Pierre la estaba poniendo a prueba? ¿O realmente había alguien dispuesto a ayudarla?
El sonido de su celular la hizo saltar. No esperaba ninguna llamada. Cuando miró la pantalla, su cuerpo se quedó helado. Número desconocido. Dudó un instante, pero contestó.
-¿Hola? -su voz apenas era un susurro.
-María... -Era la voz de una mujer. Su acento era francés, pero su tono era suave, casi familiar-. Soy Claire. Nos hemos visto en la iglesia. Sé por lo que estás pasando. No tienes que tener miedo.
María sintió su pecho apretarse. Era la voluntaria de la iglesia. La que siempre le sonreía, la que le ofrecía ayuda con el francés sin hacer preguntas.
-¿Cómo conseguiste este número? -preguntó en un murmullo.
- Eso no importa ahora. Lo que importa es que te quiero ayudar. Pero tienes que confiar en mí. He estado dónde estás tú ahora y sé lo que se siente¿Estás lista para dejarlo todo atrás? -La pregunta fue un puñal directo al corazón.
María sintió que las lágrimas le nublaban la vista. ¿Lista? Había soñado con este momento durante años, pero el miedo era un monstruo que la paralizaba.
Se mordió el labio. Si Jean-Pierre descubría que hablaba con alguien sin su permiso, la castigaría. Lo peor no eran los golpes, sino las amenazas, los castigos despiadados y las restricciones aún más severas.
-No sé si puedo... -susurró, temblando.
-Sí puedes. No estás sola. Pero tenemos que movernos rápido; es ahora o nunca -insistió Claire.
Un ruido seco en la puerta principal la hizo estremecer. Se giró de golpe y su sangre se congeló. Alguien estaba girando la perilla desde afuera.
-Dios... -susurró.
-María, ¿qué sucede? -preguntó Claire al otro lado de la línea.
La puerta se abrió con un crujido. Jean-Pierre no podía ser. Acababa de irse.
Con el celular aún en la mano, la voz de Claire en su oído y el sobre misterioso temblando en su otra mano, María sintió que el mundo se derrumbaba.
El aire se volvió denso. Su pulso se aceleró. Retrocedió instintivamente, sus pies descalzos rozando el frío mármol. Escuchó pasos acercándose. Lentos, firmes. La silueta de un hombre se proyectó en la penumbra del pasillo.
-María... -dijo una voz grave, familiar.
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