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En el corazón de la Inglaterra victoriana, Eveline Harrow arrastra la sombra de su escandalosa reputación: conocida como la rosa de la muerte, ha sobrevivido a cuatro matrimonios breves, casándose con nobles enfermos a punto de morir para asegurarse su herencia. Obligada a abandonar Londres para proteger el honor de su familia, Evangeline es enviada a la majestuosa mansión Monderlai, sin imaginar que allí su vida tomaría un rumbo inesperado. Entre las frías paredes de la propiedad, conoce a Elliot Monderlai, un hombre tan hermético como herido, que reniega del amor tras una amarga traición. Su dureza y su indiferencia despiertan en Evangeline no solo el desafío, sino un deseo que no había sentido jamás. Sin embargo, el destino introduce un tercer elemento en el juego: Victor Pembroke, el carismático y rebelde primo de Elliot, quien también se siente atraído por la luminosa y desafiante Evangeline. Entre tensiones, miradas furtivas y roces prohibidos, Evangeline se verá envuelta en un triángulo amoroso donde deberá enfrentarse a sus propios miedos: ¿qué es el amor verdadero? ¿Un refugio, una trampa o simplemente un anhelo imposible? ¿Puede la pasión ser más fuerte que las heridas del pasado? Una historia de romance histórico apasionado, donde el amor, el deseo y el dolor bailan al borde del abismo. Porque en ocasiones, no se trata de a quién amas, sino de en qué momento eres capaz de amar.
El rumor corría más rápido que el humo de los cigarrillos turcos en los salones perfumados de Londres. Lady Eveline Harrow, hija única del honorable Senador Harrow, era ya una leyenda en los círculos aristocráticos.
Una leyenda negra, por supuesto.
«La Dama de la Muerte», la llamaban en los bailes de temporada, tras abanicos bordados y miradas llenas de un morboso deleite.
Cuatro matrimonios. Cuatro viudos. O mejor dicho: cuatro difuntos.
-¿Ha visto su vestido negro esta noche? -susurraban algunas damas, tapándose la sonrisa con un guante de encaje.
-Tal vez esté de luto por su próximo esposo.
Eveline caminaba entre ellos como si no los oyera. Pero los oía. Oh, claro que sí.
Cada palabra venenosa, cada murmullo, cada mirada entre desprecio y fascinación, los almacenaba en su interior como otras tantas joyas.
Su armadura de indiferencia era brillante, impenetrable. O al menos, eso parecía.
La verdad, sin embargo, era más retorcida.
Ella no buscaba amor. No buscaba compañía.
Buscaba contratos, testamentos, últimas voluntades.
Hombres de apellido rancio y salud quebradiza.
Ancianos, tuberculosos, herederos desesperados por dejar un legado.
Un matrimonio rápido, unas semanas o meses de convivir con la muerte rondando por los pasillos de sus opulentas casas, y luego... un ataúd, un velorio solemne, y Eveline, vestida de negro riguroso, llorando tras su velo mientras los notarios leían su nombre en el testamento.
Su padre, el senador Harrow, había cerrado los ojos durante los primeros escándalos.
«La juventud se cura con el tiempo», había dicho.
Después del segundo funeral, empezó a preocuparse.
Después del tercero, se encerró en su despacho y mandó quemar todas las invitaciones a eventos sociales.
Después del cuarto, cuando ni los más desesperados se atrevían a acercarse a ella, el senador supo que tenía que actuar.
Y no iba a ser suave.
La noche en que todo comenzó estaba impregnada del dulzón aroma del jazmín que trepaba por los muros de la casa Harrow.
En el salón principal, decorado con alfombras persas y enormes retratos de antepasados de rostros severos, Eveline tomaba una copa de oporto mientras hojeaba distraídamente un volumen de poesía.
Los versos de Keats flotaban en su mente como plumas en el viento, y su alma, normalmente cínica, por un instante se dejó arrastrar por la melancolía.
"-Amor inmortal -susurró para sí, sonriendo con ironía-. Qué dulcemente absurdo."
El chasquido de una puerta interrumpió sus pensamientos.
Su padre entró, sin anunciarse, como un vendaval de autoridad.
Su presencia llenaba la habitación de una gravedad casi física.
Cabellos grises, cejas espesas, una boca que parecía esculpida para negaciones.
-Eveline -dijo, sin ceremonia.
Ella alzó la vista, un brillo de desdén inteligente cruzando sus ojos verdes.
Sabía que se avecinaba una reprimenda. No sería la primera, ni la última.
-¿Vienes a reprocharme otra vez mi éxito en enviudar, padre? ¿O acaso traes otro prospecto para lanzarlo a mis fauces?
El senador no sonrió.
-Esta vez no vine a discutir, hija. Vine a informarte.
Se dejó caer pesadamente en el sillón frente a ella, apoyando los codos en las rodillas, las manos entrelazadas.
Durante unos segundos que se hicieron largos como siglos, la miró en silencio.
-Has destruido tu nombre, Eveline -dijo finalmente, con voz baja, cargada de decepción y cansancio-. Nuestro nombre. Harrow solía ser sinónimo de honor. De influencia.
Ahora, en los pasillos del Parlamento, se ríen de mí.
Ella cerró el libro con un chasquido seco.
Sabía que había llevado su juego demasiado lejos, pero también sabía que nadie -ni siquiera su padre- la salvaría de la miseria de ser mujer en una sociedad que la veía como un mero apéndice de algún apellido masculino.
Si iba a ser una herramienta, sería una herramienta afilada, peligrosa.
Una cuchilla envuelta en encaje.
-No me arrepiento -dijo simplemente-. Ellos sabían lo que hacían. Yo cumplí mi parte del trato.
Su padre la estudió unos segundos más, antes de asentir, como si eso confirmara algo que ya había decidido.
-Bien -dijo-. Entonces no te opondrás a cumplir otra parte más.
Eveline arqueó una ceja.
-¿Qué parte?
Él se puso de pie, caminó hacia una pequeña mesa y tomó una carta sellada con cera roja.
-Vas a irte de Londres -anunció, disfrutando del impacto que sabía causaría-. A pasar una temporada en el campo. Con la familia Monderlai.
Eveline se puso rígida.
Los Monderlai. Una familia de rancio abolengo, sí, pero recluidos en su finca en Westmoore, apenas visibles en las temporadas sociales. Una familia famosa por su hermetismo... y por su vastísima fortuna.
-¿Por qué? -preguntó, la voz peligrosa, como seda a punto de desgarrarse.
Su padre le lanzó una sonrisa que no llegó a sus ojos.
-Digamos que es una oportunidad para redimirte. Para demostrar que aún puedes ser... útil.
Ella quiso protestar, exigir explicaciones, gritar incluso, pero algo en la rigidez de su padre, en la manera en que sostenía aquella carta, le dijo que no había opción. No esta vez.
Con movimientos contenidos, tomó la carta y rompió el sello. Dentro, una invitación formal.
Fría. Inapelable.
"Lady Eveline Harrow, invitada de honor en la Residencia Monderlai para una prolongada estancia de descanso y recreo."
Su padre habló mientras ella leía.
-Conocerás a Elliot Monderlai, su único hijo. Tiene veintiocho años.
Soltero. Y aunque lo nieguen, su familia ansía un heredero.
Eveline alzó la mirada lentamente.
-¿Quieres que me case otra vez?
-Quiero que cumplas con tu deber -gruñó el senador-.
Quiero que salves tu nombre. Y el mío.
Ella soltó una carcajada, amarga y musical.
-¿Salvarlo? ¿Convirtiéndome en la gallina ponedora de otro clan decadente?
El senador se acercó, y por primera vez en mucho tiempo, su voz tembló ligeramente.
-Ya no eres una joven deseable, Eveline. Eres una mujer manchada de rumores. Tu único camino a la redención es este. O serás desterrada de mi casa. Y créeme... no sobrevivirás sola, no como crees.
Eveline tragó saliva. El insulto la quemó más que cualquier escándalo.
Durante un largo minuto, la habitación pareció detenerse. El tic-tac del reloj, el perfume marchito de las flores, la mirada helada de su padre... todo se grabó en su memoria.
Finalmente, inclinó la cabeza.
-Muy bien -susurró-. Iré a Westmoore.
Pero mientras apretaba la carta contra su pecho, juró que nadie, ni siquiera el frío Elliot Monderlai, domaría a la Rosa de la Muerte.
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